Al quinto día perdí todos los dientes, uno a uno fueron cayendo sin dejar huella de sangre o de dolor, simplemente se desprendieron como si nunca hubieran sido parte de mi, adheridos como hojas húmedas a la piel, sin dramas ni otros síntomas que el desprendimiento de cada pieza conforme las horas iban transcurriendo. El patrón mantiene el mismo ritmo que el resto de los casos: en cada una de las páginas del registro que inicié desde el momento del contagio el comportamiento ha cumplido con los síntomas, los tiempos, las etapas. El mal avanza. Mi tiempo se termina. La evolución de la enfermedad es clara y definida, la variación es tan mínima que apenas presenta un rango de unas cuantas horas en la presentación de cada etapa y cada síntoma. No más de dos según la bitácora que elaboré para los últimos sujetos, aunque no debemos darlos por definitivos, no puedo perder de vista que la muestra abarcó apenas siete especímenes, todos varones, pues por razones meramente fortuitas no fue posible acceder a una hembra que permitiera dar una visión más amplia y global del comportamiento del virus, pero al menos mantiene clara la idea de que no hay marcha atrás: en dos días más no seré capaz de escribir y en tres más de pensar. Mi humanidad se habrá ido para entonces y sólo me queda confiar en que alguien encuentre estos rudimentarios apuntes para que conozca el comportamiento de la enfermedad y empiece sus propios apuntes cuando se sepa infectado. Hasta el momento no hemos encontrado una forma concreta de contagio. El aislamiento de nada ha servido. Es como si el virus tuviera una conciencia o se trasladara por una vía diferente al contacto y al aéreo. Sé que suena imposible pero en ningún momento hubo descuidos en el protocolo de tratamiento. Los contagios son ilógicos y no hay un patrón claro en la expansión del mal. Por eso fue difícil en un principio dar con los especímenes. Por eso ha sido tan difícil estudiarla para quienes no están contagiados, pues los primeros casos se presentaron en puntos abismalmente distantes geográficamente, y los pacientes no tuvieron contacto de ningún tipo. Los expedientes fueron estudiados por decenas de expertos epidemiólogos y ninguno pudo encontrar una respuesta concreta para una mutación tan abominable como la que estaban –estamos– padeciendo. La enfermedad no sólo no parece tener cura posible, tampoco tiene explicación. Una suerte de cáncer que de algún modo se transmite, tiene que transmitirse, pues de otro modo no sería posible explicar una manifestación tan masiva, tan mortal, tan inabarcable, que para el día de hoy ha terminado con más de la mitad de la población mundial. La última información a la que tuve acceso refería que un 10 por ciento de los sobrevivientes ya mostraba los primeros síntomas que he venido describiendo en estos registros y experimentando durante los cinco últimos días, para los que los médicos a cargo no habían encontrado una sola explicación ni huella del virus. Incluso leí acerca de teorías de otros expertos acerca de que bien pudiera no tratarse de una enfermedad, dadas las características tan aleatorias y inexplicables en su avance. Incluso hay quienes hablan de una predisposición genética de toda la especie para destruirse llegado el punto, y éste sería precisamente el punto: el momento en el que la humanidad deje de existir sin guerras, destrucción del planeta, ni afectación alguna al resto de las especies. Sencillamente dejar de existir y punto. La muerte ecológica, carajo… Sólo de escribirlo y releerlo suena ridículo, pero a este nivel de las cosas todas las teorías son estúpidas y cada vez más inútiles. No deja de ser contradictorio cómo una ciencia en apariencia tan complicada y elaborada como la medicina, sustenta sus avances en ir variando sutilmente aspectos de una misma sencillez y simpleza: de considerar las enfermedades castigos divinos, las transformó en los pequeños organismos que se transmiten por alguna vía, como pequeños paquetes que nos entregamos unos a los otros y sin los cuales la enfermedad y el contagio no existen, una cosa que si la vemos con algo de perspectiva, resulta bastante simple, por no decir ridícula. Sin embargo, ésta pareciera ser la venganza de la medicina medieval. No tiene forma, no tiene origen, no tiene contagio. Simplemente aparece y ya, como si pequeños protones contaminados fueran y vinieran de un cuerpo a otro en le teoría cuántica de la física. Da igual la explicación. Una explicación no me devolverá los dientes ni evitará que siga perdiendo la forma y la condición humana durante los próximos días. La explicación a estas alturas de la enfermedad no sirve ya de nada, como tampoco sirve este aislamiento absurdo, al menos para el resto de la humanidad que igual habrá de enfermarse. Para mi, en cambio, resulta en cierto modo ventajoso. Tengo techo y tiempo para pensar, para dar vueltas al asunto como tantos lo han hecho antes de convertirse en abominaciones; hasta ayer tenía alimento, aunque sé que hoy sin dientes ya no podré ingerir ninguno porque me acerco a la fase más radical de la transformación. No quiero pensar en eso, ¿cómo se puede pensar en lo que representa el hecho de no pensar? ¿Cómo puede el raciocinio y la inteligencia concebir su propia ausencia? ¿Puede la conciencia concebir el vacío que dejaría al desaparecer? No es posible, no hay manera de siquiera acercarse. Después la modorra, el aislamiento interior y finalmente… la nada. Convertirse en algo que no somos… o quizá en algo que ya éramos y llevábamos por dentro, algo que cargábamos. Esa masa deforme, esa gelatina orgánica, esa monstruosa degeneración de la carne y el espíritu que al final de los días simplemente existirá. Porque la maldición de esta enfermedad es que no mata al portador: lo reduce, lo simplifica, lo involuciona. En el axioma de “pienso, luego existo”, se come los dos lados de la ecuación. Y de nosotros no queda nada, acaso una forma que puede ser cualquiera y una masa con una consistencia viscosa y blanda, sin voluntad ni movimiento, que vive de una combustión simple como los primeros protozoarios. La humanidad reducida, humillada, muerta sin cadáver. Es el quinto día y ya perdí todos mis dientes. El resto lo perderé mañana. El mal avanza. Mi tiempo se termina. No volveré a escribir.
Antonio Argüello
26 de octubre 2010
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