viernes, 30 de diciembre de 2011

Memoria en la ventana

Esta memoria, esta mirada,

esta voz desenganchada que se pierde a la distancia en un instante;
Esta vida corre helada
y fluye en cuestas y cascadas pues sin pudor y descarada
se empeña en ser un río
se obstina en ser afluente
se resiste -a resumidas cuentas- a ser estanque.

20 de mayo de 2010

martes, 8 de noviembre de 2011

El metal, la piedra y la madera



Voy persiguiendo a la luna
Me cago en tu padre
No tengo ninguna razón para odiarte
Pero simplemente me acuerdo de ti

Rafa Pons



Nunca supe cuánto de lo que me decía era verdad, y aunque era consciente de que la mayor parte no lo era, en realidad no me importaba. Nuestras conversaciones nunca incluyeron alguna cláusula de verdad oautenticidad que nos obligara a que todas las anécdotas, historias o sueños que nos contábamos se apegaran fielmente a la realidad como sanguijuelas en la piel, esa obstinación tan propia de las parejas y de ciertas amistades y parentelas que parecen encontrar el sentido de su relación en la madera, la tierra y la dureza de las rocas, la obsesión de lo tangible que traducían en certeza, en el concepto de seguridad y de confianza como la solidez de una lápida gris e impersonal en un panteón cualquiera, como un niño en una alberca sujetado irracionalmente al parapeto de la escalera, anclado a la realidad del suelo firme frente al temor de flotar o de hundirse irremediablemente, de perderse y dejarse llevar y alejar los pies del absoluto y de la ciega horizontal, porque todo eso era la realidad: era piedra y era madera y metal, era solidez irreductible, era un punto en el espacio contra el cual estrellarse y morir.

Las charlas comenzaban hasta que estábamos sentados. Era su cuarto. Se las había arreglado para conseguir una pequeña mesa redonda y un par de sillas, un viejo termo de dos litros en el que guardaba café caliente y en el que algunas veces, cuando había algo más de dinero y mucho más de frío, llenaba de chocolate; también había un cenicero cuyas verdosas manchas eran ya imposibles de lavar, la azucarera y el bote de crema. Seguramente su abuela se preguntaría en dónde habían quedado su mesa, su silla y su termo para café, inquiriéndose desconfiada si el ingrato de su nieto los habría hurtado de la estancia para colocarlos en la recámara en la cual solía encerrarse con su amigo a hacer sólo Dios sabía qué, y de dónde alcanzaban a escaparse apenas algunos murmullos, unas risas, el sonido de la música y mucho humo de cigarro pasadas las ocho de la noche. Pero nunca dijo nada, la anciana nunca dijo nada, al menos no a mí, tampoco se animó nunca a cruzar el umbral de la puerta en aquellas raras ocasiones en que Alfonso se olvidaba de cerrar los tres cerrojos, como si en aquella oscura habitación hubiera realmente algo de valor que la anciana pudiera tomar, algo de lo cual pudiera apropiarse y utilizarlo en su contra de alguna manera que yo nunca pude comprender ni imaginar. Porque él había encontrado la manera no sólo de mentirme a mí, que era su mejor amigo, sino que había ideado una forma de además mentirse a sí mismo, de construir una suerte de realidad en la que su abuela era un ser siniestro que reptaba por las noches buscando la manera de hacerle daño, de violar su espacio con algún fin maléfico que sólo ella (o sólo él) podía comprender. Entonces su recámara dejaba de ser una recámara y se convertía en un refugio, en un lugar seguro, una fortaleza donde sólo las personas de su entera confianza podían ingresar. Y esa persona era sólo yo, nadie más que yo, acaso su novia de cuando en cuando, en aquellas ocasiones que lograba burlar el ojo vigilante de la anciana que se santiguaba o quería santiguarse cada que nos escuchaba blasfemar en cualquier modo. Era esa época en la que los dos necesitábamos por igual un enemigo acechante que un refugio que nos protegiera de él.

Eran los años de los 16 años, de las historias de chicas y novias que iban y venían por los pasillos de una preparatoria pública donde existíamos sin existir, porque la verdadera existencia estaba en esa habitación, frente a la mesita y las tazas de café humeante porque éramos demasiado esnobs para beber refresco pero no teníamos el dinero para ir a alguna cafetería a beber capuchinos y comer pays de limón y croissants, sentados junto a universitarios con facha de intelectuales que hablaban de dilemas existenciales, de la realidad política del país y de cómo las teorías de determinada escuela de pensamiento ofrecían mayores y mejores opciones para construir opciones de vida digna para todas las personas. Eran los años de creer en cualquier cosa, de añorar cualquiera cosa como si la hubiéramos tenido alguna vez pero que en realidad solamente imaginábamos, una especie de melancolía a la inversa pues extrañábamos cosas que jamás habíamos visto y de las cuales únicamente teníamos las nociones que nosotros mismos nos habíamos inventado deliberadamente, con toda la conciencia de que hablábamos y aspirábamos a cosas que no existían y no tenían por qué existir. Por eso resultaba más práctico inventarlas como quien inventa un dios a quien de pronto decide adorar en vez de adorar a otro, igualmente inexistente.

Pero nosotros no hablábamos de ello, al menos no textualmente, acaso lo evocábamos de forma indirecta pues aún no teníamos la suficiente conciencia de enfermedad para analizar lo que estábamos haciendo, simplemente respondíamos a un rechazo hacia lo que nos parecía una nulidad apabullante. Pero tampoco hablábamos sobre partidos políticos ni sobre proyectos de nación, tampoco acerca de grandes escritores ni de la apreciación que uno o el otro tuviera de alguna novela o ensayo en particular, del arte, de las últimas exposiciones contemporáneas, películas alternativas, todas aquellas muletas y barandales mentales de los cuales nos hicimos años más tarde, de los cuales me hice años después.

En realidad hablábamos de sueños, no en el sentido barato, motivacional y hollywoodense que los relaciona con las aspiraciones, deseos y ambiciones de cada uno. Por el contrario, hablábamos de sueños en el sentido literal y freudiano, mejor aún que el freudiano porque no tratábamos de analizar nada, de entender ni racionalizarlo, tampoco buscábamos neurosis en uno o el otro. Ninguno de los dos sabía entonces quién demonios era Freud, Lacan o Frankl, con una ignorancia tal que nos permitía colocar a los tres en la misma oración uno seguido del otro, lo cual no sólo reflejaba un profundo desconocimiento intelectual, sino que además resultaba tremendamente liberador: liberador porque no había compromiso ni atadura alguna con la obligación de saber, de conocer, de estructurar, de ordenar el conocimiento de tal o cual manera, esos votos que uno va haciendo a lo largo de su vida como un monje hincado ante el espejo de una habitación oscura, sometiéndose por algún compromiso religioso e iniciático con alguna entidad que no es otra cosa que el reflejo de su propia vela en el espejo negro, a leer determinados libros y conocer acerca de temas particulares, cuando en realidad no son más que las frutas de un supermercado de las ideas y del pensamiento en el cual adquirimos por un módico precio una serie de conceptos concebidos por algún pensador, filósofo o literato que tuvo a bien escribir y publicar sus quimeras para que alguien, nosotros, las compráramos y consumiéramos en forma de libros muchos años después, como quien se come una manzana camino al coche tras coquetear con la chica de la caja seis.

Y nosotros que no queríamos entrar al supermercado porque creíamos de modo infantil en nuestra propia ignorancia, en nuestra propia mitología de dioses oscuros y cavernas con fogatas junto a la mesa, el termo, las tazas y el cenicero. Nosotros que no creíamos en nada más que en ese aislamiento donde podíamos existir.

“¿Qué soñaste anoche?”, era la pregunta de todos los días que hacía uno y hacía el otro, y la respuesta nunca era la misma: Alfonso hablaba de largos y complejos sueños, de mujeres con armas, mujeres fálicas, dulces o castrantes, que podían ser nuestras novias, musas o madres; amigos del pasado y compañeros de la escuela, de la novia de uno o del otro que iban y venían deambulando por nuestras vidas, coexistiendo como bacterias en la sangre, como humo en los pulmones y úlceras hemorrágicas, porque en los sueños de Alfonso siempre aparecíamos los dos y siempre había una historia retorcida sobre la cual discutir y pensar en sus posibles variables, extensiones oníricas de nuestras vidas partiendo siempre del mismo punto: del aquí y del ahora y de cómo se transmutaban en otra realidad, en otro aquí y otro ahora más parecidos a lo que queríamos soñar que a lo que soñábamos realmente. Era ahí donde yo me soltaba de la escalera de la alberca y cortaba la cadena que sujetaba el ancla, donde vivía el sueño entre sorbo y sorbo de café y entre cada cigarrillo. Porque en el fondo yo quería soñar como Alfonso, yo quería despertar cada mañana habiendo visto y vivido una historia de la cual no hubiera olvidado un solo detalle, que se resguardara íntegra en mi memoria para llegar por la noche y ser yo quien contara el sueño ante la mirada absorta de mi amigo. Lo quería aún después de haber entendido que Alfonso no soñaba y que todas las historias que me contaba las había inventado al mismo tiempo que las narraba, o bien, que dedicaba los días y las tardes enteras a pensar en el sueño que habría de narrar ya entrada la noche, y eso no lo hacía menos onírico, no lo hacía menos real a pesar de no tener la piedra, el metal y la madera, porque Alfonso no necesitaba dormir para soñar como no necesitaba que las cosas sucedieran ni que se pudieran percibir con los sentidos para que fueran reales.

Y yo que difícilmente lograba recordar esbozos de mis noches, fotografías oscuras de mis pesadillas que intentaba compensar con narraciones en papel etiquetadas como cuentos, como poemas insulsos en el frenesí adolescente de aspirar a algo, de querer ser algo, cuando el secreto del juego era precisamente no aspirar a nada.

Pasaron muchos años antes de que volviera a ver a Alfonso, tantos años como edad teníamos sentados en su habitación junto a la mesita, con su abuela espiándonos y buscando la manera de hacernos daño.

Me telefoneó un día y me citó en una cafetería donde venden café americano, capuchinos y croissants. Llegó en un Mercedes Benz que presumió como propio y que había comprado con el sueldo que le dejaba su cargo como directivo en un banco local. Reservé mis dudas para más tarde.

Me habló de un departamento donde vivía al sur de la ciudad, me contó que habían asesinado a un sujeto la noche anterior en el piso de abajo, me habló de un pasaporte que logró robarse, de una joven que lloraba histérica.

Tardó 15 minutos en terminar la historia durante los cuales no dije palabra. Acaso al final asentí cuando me pidió utilizar mis contactos en el periódico para investigar qué había sucedido. Encendía su segundo cigarrillo.

Entonces dije lo que él había deseado desesperadamente que dijera desde el momento en que me telefoneó aquella tarde, lo que desde el principio supe era el verdadero motivo de la llamada, aunque quedara oculto bajo el asesinato, el pasaporte y el Mercedes Benz.

Miré fijamente a los ojos a mi amigo que no había visto en más de 15 años y le hablé como si hubieran pasado menos de 15 minutos desde la última vez: “Y dime… ¿qué soñaste anoche?”.

Alfonso sonrió, no sé si con más desahogo o agradecimiento, pero sonrió aliviado.

“No tienes una idea…”.

No paró de hablar en toda la noche.

Antonio Argüello
8 de noviembre de 2011