miércoles, 26 de enero de 2011

Ángel negro

Me permití tomar esta imagen de Fabián Cavazos de donde, por cierto, nace este texto.


Su maldición era el vómito de flores negras al despertar cada mañana. Los pétalos sombríos brotando uno a uno entre sus labios, el pecho adolorido con agonizante carraspera que nacía en el estómago y clavaba las espinas en el pecho, muy dentro en el pecho y desde ahí se resistía arañando el esófago como uñas y colmillos y dientes afilados de ese monstruo que no quiere ver la luz ni asfixiarse con el aire y el oxígeno y la sal.
Sus alas eran negras, el pétalo y los pistilos, el tallo asfixiante que cruzaba la laringe entre susurros y alaridos de sangre sin sabor, porque el sabor está allá arriba, en la lengua y sus papilas, el paladar lejano allá donde la luz se asoma, donde el aire es fresco y las muelas tiemblan aguantando la tentación iracunda de morder hasta romperse, destrozarse entre la furia y desahogar aquello para lo que ya no queda voz, muy lejos de este tubo oscuro y vacilante que ruega porque cada flor en su interior sea la última, por no más heridas ni perforaciones ni agonía ni espasmos contenidos, gritos sin palabras y palabras que se ahogan; la sangre acumulándose en el estómago, pudriéndose y pintándose de negro para crear otra flor.
Entonces la punta aterradora se le asoma entre los dientes y la lengua. La saluda. Dramatiza en ese instante cuando sus labios ya no tienen color y sus pupilas parecen fundirse con el sudor y las lágrimas, las redecillas sanguíneas del desconsuelo. La toca con los dedos. Las yemas temblorosas. Con dificultad aspira e intenta no toser. Se detiene y lo piensa. Siempre lo piensa. Pero no hay más remedio. No hay otra manera. De no hacerlo morirá asfixiada con el tallo, las espinas y los pétalos. Lo sabe. Lo vive cada mañana desde hace tantos años, siglos, eternidades sin memoria, oscuridad sin estrellas ni misterios.
Cuando por fin jala se desvanece el tiempo. Se lo llevan los pinchos rasgándola por dentro. En ese relámpago cuando no existe nada ni nadie: sólo los aguijones con su beso salvaje de punta en el pecho, de estocada en la garganta, los finos tejidos desgarrados, el vómito de ácido y sangre. Ese instante muerto.
Y las manos en el piso. El flujo escurriendo. Hilos de saliva y el llanto imparable. La respiración con dificultad como quien nace cada mañana entre gemidos sin sentido, la ceguera húmeda y el deseo de entender y de que todo termine.
En el suelo, la rosa negra saludándola de nuevo. No está muerta, lo sabe. Respira hondo y descubre nuevamente la vida.
Toma la flor y la mira. Respira una vez más. Sabe que le servirá de alimento.

Antonio Argüello
26 de enero de 2011