Manuel abrió la puerta del despacho del gobernador y, sin decir nada, sacó el arma del saco y disparó cuatro veces. No lo dejó decir palabra.
El secretario particular gritó como niña. Sólo alcanzó a abrir mucho los ojos y a dar dos pasos atrás para evitar el fuego. No hay lealtad que se resista la tentación de romperse cuando ve la propia seguridad en peligro. La muerte, la propia preservación, cualquier cosa. Todo se reduce a intereses, y en el punto más básico, siempre aflora el “yo” con todas sus variantes, sus egoísmos, cobardías y mezquindades, lo cual en este caso significa simplemente dejar morir al hombre en la silla del mandatario, su protector y benefactor, ahogado en su sangre con los pulmones perforados.
El secretario particular gritó como niña. Sólo alcanzó a abrir mucho los ojos y a dar dos pasos atrás para evitar el fuego. No hay lealtad que se resista la tentación de romperse cuando ve la propia seguridad en peligro. La muerte, la propia preservación, cualquier cosa. Todo se reduce a intereses, y en el punto más básico, siempre aflora el “yo” con todas sus variantes, sus egoísmos, cobardías y mezquindades, lo cual en este caso significa simplemente dejar morir al hombre en la silla del mandatario, su protector y benefactor, ahogado en su sangre con los pulmones perforados.
Una bala en la frente convenció al muchacho de guardar silencio.
Manuel no tenía expresión en su rostro cuando disparaba. Sólo jaló del gatillo una y otra vez. Y mientras disparaba no pasaba pensamiento por su cabeza, no había ninguna idea ni objetivo, ni siquiera matar, al menos no como una afirmación concreta, sino todo lo contrario: como una negación, una anulación, un acto más pasivo que activo. No se trataba de hacer un país mejor, ni de enviar un mensaje a la gente del poder, a los potentados o el calificativo que mejor quisiera alguien colgarle a quienes juegan a que lo controlan todo y se mienten a sí mismos diciéndose que no son ordinarios, que valen algo, que marcarán la historia o que sencillamente pueden hacer lo que se les venga en gana sin distinciones éticas o morales. Da igual.
No había razón y esa era la única razón para la misión suicida: ver morir sin motivo alguno al hombre de todos los poderes, al protegido, al número uno. Matarlo simplemente porque podía hacerlo, sin causas ni efectos. Un homicidio absurdo para una vida absurda.
Esa mañana, Manuel había titubeado: ¿Por qué al gobernador? ¿Por qué específicamente a él, dándole una posición privilegiada sobre los millones de personas que habitan en el estado, y que también podrían ser asesinados, como concediendo filosóficamente un estatus a ese hombre corrupto y vil como todos los hombres?
Entonces Manuel se permitió un razonamiento lógico: el mejor hombre para matar sin motivos es aquel sobre el que ciernen múltiples razones tanto para asesinarlo como para dejarlo vivir. Nadie lo matará por una causa, y por tanto, la causa del mismo mandatario quedará negada y reducida a una anécdota sin sentido, sin conceptos de oropel como el honor, el servicio, ni fantasmas de peor nivel, así sea la misma ambición corrupta. Esa sería la única afirmación teórica que se permitiría ante la imposibilidad de anular toda construcción mental, lo cual hubiera también anulado toda la serie de acciones que lo llevaron al cuadro de su mano derecha levantada con una pistola humeante y el gesto impávido, con dos cadáveres frente a sí.
Por eso no hubo gestos de odio, palabras de amenaza ni titubeos sentimentales: cualquier emoción le hubiera dado una carga de sentido, de razón de existir al asesinato. Un maniquí armado y autómata mató al gobernador. Nada más.
Tampoco hubo silenciador, no había por qué ocultarlo. Las detonaciones fueron explosiones que retumbaron en todo el Palacio de Gobierno con su manada de policías y escoltas que resguardaban de cerca y de lejos a su real majestad, el rey pequeño, ese imbécil.
Manuel tampoco dibujó expresión de angustia o dolor cuando una bala perforó su espalda, cuando un guardia lo golpeó en la cabeza con su arma, ni cuando uno más le disparó al menos seis veces a quemarropa.
Tampoco cuando escuchó los gritos y los llantos, cuando sintió la humedad cálida de su ropa ensangrentada, ni cuando a lo lejos alguien confirmó las dos muertes.
En ese momento, Manuel comprendió que él también moriría, que estaba a punto de suceder, y que había cumplido su objetivo.
Ahí entendió que nada había tenido sentido, que todo era inútil y que él mismo no significaba nada en la historia.
Manuel no tenía expresión en su rostro cuando disparaba. Sólo jaló del gatillo una y otra vez. Y mientras disparaba no pasaba pensamiento por su cabeza, no había ninguna idea ni objetivo, ni siquiera matar, al menos no como una afirmación concreta, sino todo lo contrario: como una negación, una anulación, un acto más pasivo que activo. No se trataba de hacer un país mejor, ni de enviar un mensaje a la gente del poder, a los potentados o el calificativo que mejor quisiera alguien colgarle a quienes juegan a que lo controlan todo y se mienten a sí mismos diciéndose que no son ordinarios, que valen algo, que marcarán la historia o que sencillamente pueden hacer lo que se les venga en gana sin distinciones éticas o morales. Da igual.
No había razón y esa era la única razón para la misión suicida: ver morir sin motivo alguno al hombre de todos los poderes, al protegido, al número uno. Matarlo simplemente porque podía hacerlo, sin causas ni efectos. Un homicidio absurdo para una vida absurda.
Esa mañana, Manuel había titubeado: ¿Por qué al gobernador? ¿Por qué específicamente a él, dándole una posición privilegiada sobre los millones de personas que habitan en el estado, y que también podrían ser asesinados, como concediendo filosóficamente un estatus a ese hombre corrupto y vil como todos los hombres?
Entonces Manuel se permitió un razonamiento lógico: el mejor hombre para matar sin motivos es aquel sobre el que ciernen múltiples razones tanto para asesinarlo como para dejarlo vivir. Nadie lo matará por una causa, y por tanto, la causa del mismo mandatario quedará negada y reducida a una anécdota sin sentido, sin conceptos de oropel como el honor, el servicio, ni fantasmas de peor nivel, así sea la misma ambición corrupta. Esa sería la única afirmación teórica que se permitiría ante la imposibilidad de anular toda construcción mental, lo cual hubiera también anulado toda la serie de acciones que lo llevaron al cuadro de su mano derecha levantada con una pistola humeante y el gesto impávido, con dos cadáveres frente a sí.
Por eso no hubo gestos de odio, palabras de amenaza ni titubeos sentimentales: cualquier emoción le hubiera dado una carga de sentido, de razón de existir al asesinato. Un maniquí armado y autómata mató al gobernador. Nada más.
Tampoco hubo silenciador, no había por qué ocultarlo. Las detonaciones fueron explosiones que retumbaron en todo el Palacio de Gobierno con su manada de policías y escoltas que resguardaban de cerca y de lejos a su real majestad, el rey pequeño, ese imbécil.
Manuel tampoco dibujó expresión de angustia o dolor cuando una bala perforó su espalda, cuando un guardia lo golpeó en la cabeza con su arma, ni cuando uno más le disparó al menos seis veces a quemarropa.
Tampoco cuando escuchó los gritos y los llantos, cuando sintió la humedad cálida de su ropa ensangrentada, ni cuando a lo lejos alguien confirmó las dos muertes.
En ese momento, Manuel comprendió que él también moriría, que estaba a punto de suceder, y que había cumplido su objetivo.
Ahí entendió que nada había tenido sentido, que todo era inútil y que él mismo no significaba nada en la historia.
Sonrió.