"Rayuela", fragmento
J. Cortázar
Corríamos por la calle buscando la casona del buen Julio. Andábamos a prisa por las encharcadas banquetas de todas las calles del barrio buscando la casa donde Julio y su Maga se ocultaban de la luz y del encono, del paso del tiempo y la leucemia, la muerte y de 1984.
Caminábamos de la mano. El viento húmedo, como migaja de los aguaceros de toda la mañana, nos refrescaba el rostro sudado por tanto andar, por tanto recorrer esquinas, callejones y rincones oscuros donde el olor del mate, del tinto, o el sonido de una trompeta desencajada nos llevaran a buscar.
Pero él no estaba. Él y su Maga ocultos tras los minutos y los años, entre las polvorientas calles de cualquier ciudad –esta ciudad –que al mismo tiempo pudieran ser algunos de aquellos ocultos paisajes de París o alguna secreta ruta bonaerense.
Por eso era tal difícil dar con ellos entre las puertas antiguas con blasones ilegibles y los ventanales con barrotes que los siglos no pudieron debilitar. Julio oculto como animal temeroso. Julio oculto como gato negro en el rincón más impredecible de la casa. Pero en realidad no era el miedo lo que lo llevaba a encerrarse en esa jaula metafísica de paredes de cantera, a ocultarse con sus monstruos, sus conejos, sus niños vampiro y sus discos de jazz, considerando, claro, que el oculto fuera él y la cárcel ese rincón donde las sombras lo cobijaran. Pero quizá la prisión era el mundo y su humilde cuarto el último paraíso libre sobre la tierra. Tal vez los demonios fueron tomando casa tras casa, puente tras puente, hasta apoderarse de países enteros y al final de todo. Y entonces la libertad se ocultaría en una pequeña celda sin luz y sin ventanas, con los alimentos apenas necesarios para sobrevivir con raciones inhumanas. En ese pequeño espacio, en ese diminuto recinto donde entre la miseria queda al menos un respiro de libertad. Ahí está Julio. Y con él está su Maga que bien pudiera llamarse Lucía o llamarse Aurora, o sencillamente libertad. El juego está en esconderse, en jugar al escondite con los entes oscuros que los fueron tomando todo, que en apenas unas décadas pasaron de una casa al mundo, que se lo robaron todo. Todo menos a Julio y sus poemas y sus cuentos, sus conejitos blancos cayendo por un balcón para destrozarse en su viaje fatal rumbo a la calle.
Y lo seguimos buscando. Toda la tarde, toda la noche y toda la semana, recordando la maldición eterna de su poema, de saber que las cosas están donde no las buscamos nunca, que las personas sólo aparecen cuando dejamos de forzar el encuentro, y que los únicos encuentros que valen la pena son los que nos regala la casualidad.
Adiós, Julio.
Caminábamos de la mano. El viento húmedo, como migaja de los aguaceros de toda la mañana, nos refrescaba el rostro sudado por tanto andar, por tanto recorrer esquinas, callejones y rincones oscuros donde el olor del mate, del tinto, o el sonido de una trompeta desencajada nos llevaran a buscar.
Pero él no estaba. Él y su Maga ocultos tras los minutos y los años, entre las polvorientas calles de cualquier ciudad –esta ciudad –que al mismo tiempo pudieran ser algunos de aquellos ocultos paisajes de París o alguna secreta ruta bonaerense.
Por eso era tal difícil dar con ellos entre las puertas antiguas con blasones ilegibles y los ventanales con barrotes que los siglos no pudieron debilitar. Julio oculto como animal temeroso. Julio oculto como gato negro en el rincón más impredecible de la casa. Pero en realidad no era el miedo lo que lo llevaba a encerrarse en esa jaula metafísica de paredes de cantera, a ocultarse con sus monstruos, sus conejos, sus niños vampiro y sus discos de jazz, considerando, claro, que el oculto fuera él y la cárcel ese rincón donde las sombras lo cobijaran. Pero quizá la prisión era el mundo y su humilde cuarto el último paraíso libre sobre la tierra. Tal vez los demonios fueron tomando casa tras casa, puente tras puente, hasta apoderarse de países enteros y al final de todo. Y entonces la libertad se ocultaría en una pequeña celda sin luz y sin ventanas, con los alimentos apenas necesarios para sobrevivir con raciones inhumanas. En ese pequeño espacio, en ese diminuto recinto donde entre la miseria queda al menos un respiro de libertad. Ahí está Julio. Y con él está su Maga que bien pudiera llamarse Lucía o llamarse Aurora, o sencillamente libertad. El juego está en esconderse, en jugar al escondite con los entes oscuros que los fueron tomando todo, que en apenas unas décadas pasaron de una casa al mundo, que se lo robaron todo. Todo menos a Julio y sus poemas y sus cuentos, sus conejitos blancos cayendo por un balcón para destrozarse en su viaje fatal rumbo a la calle.
Y lo seguimos buscando. Toda la tarde, toda la noche y toda la semana, recordando la maldición eterna de su poema, de saber que las cosas están donde no las buscamos nunca, que las personas sólo aparecen cuando dejamos de forzar el encuentro, y que los únicos encuentros que valen la pena son los que nos regala la casualidad.
Adiós, Julio.
3 comentarios:
A veces hay que buscar, aún cuando no encontremos lo que buscamos, aún cuando no encontremos nada y sepamos que así es. Sólo por no "hacer nada".
Una de mis pocas certezas es que la casualidad no existe. Querámoslo creer o no, en cada cosa que hacemos, que nos pasa, o que hacemos que nos pase, siempre hay indicios de razones o porqués. Aunque nos afanemos, si ponemos atención, jamás podremos "no hacer nada". Sólo imaginar que es así.
Excelente prosa que nos permite re-crear imágenes que nos permiten re-crear sentimientos que a su ves nos re-crean a nosotros mismos.
¡Salud, por eso!
Erick Muñiz
Publicar un comentario