Nadie quiso mirar hacia dentro cuando el capellán levantó la tapa del féretro.
Nadie pudo con la idea insoportable de asomar la vista al interior de esa caja fría y sombría al centro de la sala.
La marcha fúnebre sonó inmisericorde y un escalofrío recorrió el cuerpo agotado de toda la concurrencia, como una orquesta de angustia y desolación tocando los últimos acordes de una triste sonata. Los trajes negros y los velos se estremecieron al llamado final de la muerte.
Nadie quiso mirar dentro.
Nadie quiso reiterar lo que ya sabía.
Nadie quiso ver cómo golpeaba el vidrio desde adentro rogando inútilmente no ser enterrado vivo.
El capellán apretó con la mano el crucifijo y cerrando los ojos dejó caer la tapa por última vez.
Y entonces ya nadie tuvo que mirar.